Por Antonio Caballero
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Hace unos cincuenta años, cuando salía desnuda en las películas, Brigitte Bardot provocaba a la vez admiración y escándalo. Admiración por su belleza insolente, segura de sí misma. Escándalo por su desnudez igualmente insolente, igualmente segura de sí misma. De ella dijo entonces Simone de Beauvoir, pionera de los movimientos de liberación femenina:
—Es la locomotora de la historia de las mujeres.
Un juicio sorprendente. ¿Una locomotora? Brigitte Bardot no era ni una diosa, ni una virgen, ni una reina, ni una madre. Era simplemente una mujer desnuda. Muy bella, sin duda, aunque no tanto como otras de la historia, o del cine. Pero la belleza no es suficiente para convertir a alguien en una “locomotora” revolucionaria. Brigitte no era ni una heroína salvadora de pueblos, como la Judit de la Biblia o la Juana de Arco de la Guerra de los Cien Años; ni una dirigente política, como la faraona Hatshepsut del Antiguo Egipto, que usaba barba postiza, o la primera ministra israelí Golda Meir, de quien se decía que “orinaba contra pared”; ni una ideóloga militante como Charlotte Corday, que asesinó a Marat para que no se ahogara en el Terror la Revolución Francesa, o la sufraguista Emily Davison, que se hizo aplastar por los cascos del caballo del rey Jorge V para que las mujeres adquirieran el derecho de voto en Inglaterra. Nada de todo eso. Ni siquiera era una gran actriz, como Sara Bernhard o Isadora Duse. Brigitte Bardot no era más que una estrella de cine que salía desnuda en las películas. Y ni si quiera era la única que entonces –o aun antes, y aun después– salía desnuda en las películas.
Y sin embargo, sí. Era la única mujer que salía de verdad desnuda en las películas. Porque estaba desnuda. Y las otras no.
Brigitte Bardot acaba de cumplir 75 años. Y sigue siendo igual.
En fin, no exactamente igual, físicamente: tiene 75 años. Y ya no sale desnuda. Aunque sí: las dos cosas. Físicamente es la palabra, y desnuda sigue saliendo –aunque ya no la saquen tanto como entonces– en las noticias de la prensa. Desnuda: quiero decir, sin ningún artificio. Con la excepción, claro está, del pelo teñido de amarillo, que no puede considerarse artificioso sino inevitablemente natural en una mujer francesa, tenga 75 o tenga 25 años.
Digo que sigue siendo igual físicamente, aunque hoy sea una vieja, porque sigue siendo ella misma: es tal como es, así como entonces era, tal como era. Natural. La Brigitte Bardot de 75 años no se ha hecho cirugías plásticas para parecer de 60, como tampoco se las hizo a los 60 para parecer de 40 (y a los 40 se retiró del cine, todavía esplendorosa de belleza). Brigitte es tal como la han hecho la vida y la naturaleza: hoy con mil arrugas y las tetas caídas, como ayer tersa y templada y con las tetas más enhiestas de su generación. Y eso de no operarse es un irrespeto tan escandaloso a las normas burguesas correctas del buen gusto de hoy como lo era hace medio siglo desnudarse en público. Y si digo que ella era la única en hacerlo entonces de verdad, aunque otras también se desnudaran en el cine, es también porque tenía, y las otras no, el don que no se finge de la absoluta naturalidad. Brigitte no era una actriz. Ni buena actriz, ni mala actriz. Era una mujer desnuda.
No es fácil. No todas pueden. No todas quieren. No todas tienen ese don, que no se puede fingir. No todas son capaces de ir desnudas con la misma naturalidad soberana de quien va descalza: descalza de los pies a la cabeza. Brigitte no era fea, claro –era bellísima– , pero no es porque fuera bella que andaba desnuda por ahí, como los animales, sino porque también ella era naturalmente animal: carente de pudor, como una Eva de antes de la caída y la vergüenza y la hoja de parra y la mentira. Libre y sin culpa. Por eso escandalizaba entonces a los bienpensantes de toda laya, tanto a los conservadores gazmoños como a los liberadores exhibicionistas. No era una mujer objeto, aunque, como objeto del deseo, fuera perfecta. No era un juguete de fantasías eróticas, pese a las apariencias: su apariencia era ella misma, su ser interno estaba por fuera. Era una mujer sujeto: sabía lo que quería, y sin pedir permiso ni pedir perdón, hacía lo que quería. Con toda naturalidad, sin hipocresía, sin engaño, sin tapujos. Sin trapos. Sin moral. Iba desnuda debajo de la ropa. Era amoral de los pies a la cabeza, porque de los pies a la cabeza estaba desnuda.
Bien vio Simone de Beauvoir que Brigitte Bardot, esa estrellita de cine sin ninguna importancia, encarnaba la revolución femenina. Por eso dijo de ella: “Brigitte Bardot hace lo que le da la gana. Y eso es lo que incomoda”.
Feliz cumpleaños, Brigitte.
Hace unos cincuenta años, cuando salía desnuda en las películas, Brigitte Bardot provocaba a la vez admiración y escándalo. Admiración por su belleza insolente, segura de sí misma. Escándalo por su desnudez igualmente insolente, igualmente segura de sí misma. De ella dijo entonces Simone de Beauvoir, pionera de los movimientos de liberación femenina:
—Es la locomotora de la historia de las mujeres.
Un juicio sorprendente. ¿Una locomotora? Brigitte Bardot no era ni una diosa, ni una virgen, ni una reina, ni una madre. Era simplemente una mujer desnuda. Muy bella, sin duda, aunque no tanto como otras de la historia, o del cine. Pero la belleza no es suficiente para convertir a alguien en una “locomotora” revolucionaria. Brigitte no era ni una heroína salvadora de pueblos, como la Judit de la Biblia o la Juana de Arco de la Guerra de los Cien Años; ni una dirigente política, como la faraona Hatshepsut del Antiguo Egipto, que usaba barba postiza, o la primera ministra israelí Golda Meir, de quien se decía que “orinaba contra pared”; ni una ideóloga militante como Charlotte Corday, que asesinó a Marat para que no se ahogara en el Terror la Revolución Francesa, o la sufraguista Emily Davison, que se hizo aplastar por los cascos del caballo del rey Jorge V para que las mujeres adquirieran el derecho de voto en Inglaterra. Nada de todo eso. Ni siquiera era una gran actriz, como Sara Bernhard o Isadora Duse. Brigitte Bardot no era más que una estrella de cine que salía desnuda en las películas. Y ni si quiera era la única que entonces –o aun antes, y aun después– salía desnuda en las películas.
Y sin embargo, sí. Era la única mujer que salía de verdad desnuda en las películas. Porque estaba desnuda. Y las otras no.
Brigitte Bardot acaba de cumplir 75 años. Y sigue siendo igual.
En fin, no exactamente igual, físicamente: tiene 75 años. Y ya no sale desnuda. Aunque sí: las dos cosas. Físicamente es la palabra, y desnuda sigue saliendo –aunque ya no la saquen tanto como entonces– en las noticias de la prensa. Desnuda: quiero decir, sin ningún artificio. Con la excepción, claro está, del pelo teñido de amarillo, que no puede considerarse artificioso sino inevitablemente natural en una mujer francesa, tenga 75 o tenga 25 años.
Digo que sigue siendo igual físicamente, aunque hoy sea una vieja, porque sigue siendo ella misma: es tal como es, así como entonces era, tal como era. Natural. La Brigitte Bardot de 75 años no se ha hecho cirugías plásticas para parecer de 60, como tampoco se las hizo a los 60 para parecer de 40 (y a los 40 se retiró del cine, todavía esplendorosa de belleza). Brigitte es tal como la han hecho la vida y la naturaleza: hoy con mil arrugas y las tetas caídas, como ayer tersa y templada y con las tetas más enhiestas de su generación. Y eso de no operarse es un irrespeto tan escandaloso a las normas burguesas correctas del buen gusto de hoy como lo era hace medio siglo desnudarse en público. Y si digo que ella era la única en hacerlo entonces de verdad, aunque otras también se desnudaran en el cine, es también porque tenía, y las otras no, el don que no se finge de la absoluta naturalidad. Brigitte no era una actriz. Ni buena actriz, ni mala actriz. Era una mujer desnuda.
No es fácil. No todas pueden. No todas quieren. No todas tienen ese don, que no se puede fingir. No todas son capaces de ir desnudas con la misma naturalidad soberana de quien va descalza: descalza de los pies a la cabeza. Brigitte no era fea, claro –era bellísima– , pero no es porque fuera bella que andaba desnuda por ahí, como los animales, sino porque también ella era naturalmente animal: carente de pudor, como una Eva de antes de la caída y la vergüenza y la hoja de parra y la mentira. Libre y sin culpa. Por eso escandalizaba entonces a los bienpensantes de toda laya, tanto a los conservadores gazmoños como a los liberadores exhibicionistas. No era una mujer objeto, aunque, como objeto del deseo, fuera perfecta. No era un juguete de fantasías eróticas, pese a las apariencias: su apariencia era ella misma, su ser interno estaba por fuera. Era una mujer sujeto: sabía lo que quería, y sin pedir permiso ni pedir perdón, hacía lo que quería. Con toda naturalidad, sin hipocresía, sin engaño, sin tapujos. Sin trapos. Sin moral. Iba desnuda debajo de la ropa. Era amoral de los pies a la cabeza, porque de los pies a la cabeza estaba desnuda.
Bien vio Simone de Beauvoir que Brigitte Bardot, esa estrellita de cine sin ninguna importancia, encarnaba la revolución femenina. Por eso dijo de ella: “Brigitte Bardot hace lo que le da la gana. Y eso es lo que incomoda”.
Feliz cumpleaños, Brigitte.